Sus erráticos pasos les llevaron hasta el final de la Calle Feria, en la estrecha confluencia con la calle Regina y la Iglesia de San Juan de la Palma. Esta parroquia era conocida entre los sevillanos y cofrades, por acoger desde tiempo inmemorial a la Hermandad de la Amargura. Como imágenes titulares, esta Hermandad tiene a nuestro Padre Jesús del Silencio en el Desprecio de Herodes y a nuestra madre, María Santísima de la Amargura, preciosa Dolorosa tallada por autor anónimo en el siglo XVIII. Entre las muchas anécdotas que se narran de las hermandades de Sevilla, muchas de ellas de dudosa veracidad, es conocida una en relación a esta Hermandad.
En los primeros tiempos de la Semana Santa, en Sevilla los hombres destinados a sacar sus imágenes eran los propios hermanos de la Hermandad. Pero cuando los pasos, estructuras destinadas a portar las sagradas imágenes, comenzaron a ser más pesados, los cargadores del puerto de Sevilla fueron los encargados de sacar los pasos a la calle. Estos hombres eran conocidos como los «gallegos», ya que procedían en su mayor parte de Galicia y del norte de España. Portando pesados bultos, con cuerdas y costales, se ganaban el pan, día a día. Fuertes por naturaleza, y acostumbrados a transportar kilos sobre sus espaldas, ponían sus fuerzas al servicio de las Hermandades, a cambio de un jornal.
Durante los convulsos 30 en España, los «gallegos» protagonizaron más de un momento de tensión y desencuentro, impropio de la oportunidad del instante. En unos años de fricciones entre ideologías, guerras entre hermanos, padres e hijos, derramamientos de sangre y lucha fraticida, los derechos inexistentes de miles de trabajadores empobrecidos y hambrientos, eran otro terreno abonado para el conflicto y las reivindicaciones.
Un Domingo de Ramos, en el discurrir de la Hermandad de la Amargura, los costaleros que llevaban el paso del Señor, se negaron a continuar la estación de penitencia a la Santa Catedral. » Qué sepan estos señoritos, y ricos terratenientes, que hasta que no nos paguen justamente, por nuestro trabajo, nos negamos a continuar, y va a tener que venir el cura con todos sus huevos a arrastrarlo. Llevamos ya unos años con nuestro jornal congelado, y entendemos que es una profunda injusticia, ya que la nómina de hermanos se ha acrecentado, el recorrido se ha alargado y nosotros trabajamos más por el mismo dinero. ¡Qué le pongan menos flores a la Virgen y que nos paguen a nosotros lo nuestro! «.
El capataz enmudeció de repente. Manolito, el portavoz, tenía determinación y arrojo. Decían que era un sindicalista foribundo del barrio de San Julían, y que había ido a la escuela durante dos años. Lo suficiente como para poder expresarse con claridad e imponer respeto. El capataz, de riguroso luto, se dirigió al cortejo de la presidencia del paso del Señor, y temeroso se acercó a uno de los integrantes, que no iba vestido de nazareno. Era un comandante del Ejercito de Tierra, de rictus marcial y serio, que al escuchar las palabras susurradas al oído, enrojeció como un tomate. Con un gesto decidido, cedió la vara de presidencia al nazareno que se encontraba a su izquierda, el Hermano Mayor de la Hermandad, y se dirigió hacia el faldón del paso. Asió con firmeza el terciopelo y lo levantó, metiendo la cara con bigote minúsculo bajo el paso, en el lugar donde los rebeldes costaleros aguardaban.
» A ver, ¿ el cabecilla podría repetir lo que vuestro capataz me ha contado? Prefiero escucharlo de viva voz».
Manolito, asombrado y timorato, como el resto de la cuadrilla, repitió palabra por palabra, el discurso pronunciado momentos antes.
» Ya me lo imaginaba»- exclamó el militar. » Vuestro capataz tenía razón, no se ha saltado ni un detalle». En ese instante, el militar aproximó su mano derecha a su cinto y desenfundó su arma reglamentaria. » Vamos a ver mamones, o tenéis el respeto que le tenéis que tener al que estáis llevando arriba, y continuáis andando, u os meto a cada uno de vosotros una bala en la sien. Si es necesario, gasto dos cargadores».
Se dice en Sevilla, que de la «levantá» que dieron los costaleros, el Señor rozó el cielo.
Al girar la esquina, se dirigieron a la plaza que estaba a las espaldas de la Iglesia. Entraron en el Café » La Plazoleta» a tomar algo. Fuera del café, en la plaza, unas sucias palomas devoraban las migajas de pan, que un viejo harapiento les daba. Sucios animales, ratas con alas, carroñeros del nuevo siglo, portadores de enfermedades. Perseguidas y protegidas. En Sevilla, habían dejado de ser el símbolo de la paz, para ser animales odiados, desde la más tierna infancia. Cuando con gula, tragaban con desenfreno el alpiste que aterrados niños sostenían en sus manos, ante la cruel sonrisa de progenitores con cámara de fotos en mano. La Plaza de las Américas, era testigo cada mañana de domingo. Destructores de estatuas y monumentos. Una paloma no traía nada bueno en Sevilla.
El café era el típico café sevillano. Los suelos eran de azulejo hidraulico antiguo, desgastado por el uso y el paso de los años. Rombos, cruces, estrellas y otras figuras geométricas de color verde, marrón, ocre, negro y rojo, estampaban cada muescado azulejo. Grandes columnas de mármol blanco, soportaban el peso de vigas de madera, que se disponían por todo el techo. Una plataforma de verde mármol servía de base a la barra del café. Una barra de madera roída, rota y magullada por el devenir del tiempo.
La pareja de extraños tomó asiento en unos taburetes altos de madera, al lado de una de las mesas libres que se encontraban.
El la miró a los ojos fijamente, excrutando cada centímetro de su cara, e intentando adivinar sus pensamientos. Necesitaba saber qué pensaba ella de él. Lo necesitaba de verdad. Ella sintió cierto rubor, por la frescura y desvergüenza de aquel desconocido, mientras sostenía la pequeña estatuilla entre sus manos.
» ¿Vaya escenita la del regateo con esa bruja verdad?¿ Ha sido más propia de una calle del zoco de Tánger no? Espero que no te incomodara la situación. No suelo tener estos arranques con todas las desconocidas guapas que veo pasear»- dijo él con aires de interés y mirada de donjuán.
» Gracias por lo de guapa»- dijo ella. » Hombre, la verdad es que espero que no lo hagas con todas. Aunque eso no le quita magia al momento. La verdad es que hacía mucho tiempo que no me reía tanto»-sonrió.
» Pues ahora que lo dices..»
» ¿Qué van a tomar los señores?» – interrumpió repentinamente la camarera. Le encantaba romper la intimidad a esas parejitas enamoradas, que acudían a su café a compartir palabras, bajo la luz de lámparas de gas. Eso le hacía sentirse menos desgraciada, por lo que ella ya no tenía.
» Pues mira, nos vamos a tomar las cosas con calma y a pensar qué es lo que deseamos tomar, y cuando nuestra conversación se torne tan aburrida que no podamos ni respirar, entonces te llamaremos para que no interrumpas nada interesante, ¿qué te parece?»- exclamó él con felina agresividad.
» ¡Vaya telita cómo está el patio! Bueno pues tú me avisas ¿Vale? ¡Y perdone usted! » dijo indignada la camarera.
Ella sonrió sorprendida.
«No suelo ser tan borde, disculpa son los nervios del momento.»- dijo avergonzado.
El levantó la mano dirigiendo la mirada a la camarera, y la llamó con un gesto.
«¿Ya se han aburrido lo suficiente los señores? ¿Qué pronto no? Bueno el señor tiene pinta de hacer las cosas rapidito» Dijo socarronamente la camarera.
«Bueno, bueno, yo voy a tomar un café solo, con tres gotas de brandy, y la señorita va a tomar…»
» Un café descafeinado de máquina, por favor», dijo ella.
» Vamos, un carajillo y un descafeinado de máquina. ¿Algo de bollería figurines?».
» No, gracias.»- cortó bruscamente él.
Esperaron a que la camarera se fuera y comenzaron a hablar. Es difícil de explicar cuando se produce esa mágica conexión que une a dos personas, desde el primer momento en el que se conocen. Y con ellos ocurrió un verdadero cortocircuito. Se podía palpar en el ambiente. Todo desapareció en aquel viejo cafetín. Todo salvo ellos. Horas y horas pasaron hablando de sus vidas. Compartiendo obras y milagros, venturas y desventuras, amores, desamores, éxitos y fracasos. Y todo sin solución de continuidad. Se dice que el ser humano es como un perro, que cuando es joven y cachorro, se acerca a cualquiera, sin filtro ninguno, para jugar, para compartir. Y cuando se hace mayor, se vuelve perro viejo, y huele gruñendo a cualquiera que se le acerca. La experiencia es un grado. Pero eso, no sucedió con ellos.
Hablando, se descubrieron en una inusitada e inesperada intimidad. El carajillo y el descafeinado de máquina, se enfriaron encima de la mesa, sin siquiera haber sido probados. A ninguno de los dos, le importó. No iban a sacrificar la electricidad, las vibraciones, las palabras sanadoras, los corazones que se acercaban a su igual, y mucho menos por un sorbo de café recalentado, aunque estuviera aliñado por alcohol.
Él, oscuro, descreído, herido, desesperanzado, desilusionado, roto, sin afanes ni metas, viviendo por inercia, con ganas de morir, traicionado, abandonado, rechazado, humillado, reo de injusticia, alma en pena, sonriendo por compromiso, había encontrado sin buscar.
Ella, luz, creyente, ingrávida, esperanzada, ilusionada, con miles de sueños por cumplir, viviendo intensamente, aferrada a la alegría, ingenua, buena, noble, inocente, imaginativa, princesa de cuento de hadas, había buscado sin encontrar.
El gruñido de la camarera los despertó del estado de ensoñación eterna en el que se encontraban sumidos.
» Vamos a cerrar, ¿ Queréis algo más a parte de los dos cafés que ni siquiera habéis tomado, u os doy la cuenta?».
Al salir del café, ella le miró a los ojos, y le dijo. » No te lo vas a creer, pero después de todo lo que hemos hablado, no recuerdo tu nombre. El mío es Elisa.»
» El mío no lo recuerdas, porque no te lo he dicho»- contestó él con sarcasmo. Me llamo Gestas, Gestas Santamayor.
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