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Las Punteras de Elisa (XII)

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Sus erráticos pasos les llevaron hasta el final de la Calle Feria, en la estrecha confluencia con la calle Regina y la Iglesia de San Juan de la Palma. Esta parroquia era conocida entre los sevillanos y cofrades, por acoger desde tiempo inmemorial a la Hermandad de la Amargura. Como imágenes titulares, esta Hermandad tiene a nuestro Padre Jesús del Silencio en el Desprecio de Herodes y a nuestra madre, María Santísima de la Amargura, preciosa Dolorosa tallada por autor anónimo en el siglo XVIII. Entre las muchas anécdotas que se narran de las hermandades de Sevilla, muchas de ellas de dudosa veracidad, es conocida una en relación a esta Hermandad.

En los primeros tiempos de la Semana Santa, en Sevilla los hombres destinados a sacar sus imágenes eran los propios hermanos de la Hermandad. Pero cuando los pasos, estructuras destinadas a portar las sagradas imágenes, comenzaron a ser más pesados, los cargadores del puerto de Sevilla fueron los encargados de sacar los pasos a la calle. Estos hombres eran conocidos como los «gallegos», ya que procedían en su mayor parte de Galicia y del norte de España.  Portando pesados bultos, con cuerdas y costales, se ganaban el pan, día a día. Fuertes por naturaleza, y acostumbrados a transportar  kilos sobre sus espaldas, ponían sus fuerzas al servicio de las Hermandades, a cambio de un jornal.

Durante los convulsos 30 en España, los «gallegos» protagonizaron más de un momento de tensión y desencuentro, impropio de la oportunidad del instante. En unos años de fricciones entre ideologías, guerras entre hermanos, padres e hijos, derramamientos de sangre y lucha fraticida, los derechos inexistentes de miles de trabajadores empobrecidos y hambrientos, eran otro terreno abonado para el conflicto y las reivindicaciones.

Un Domingo de Ramos, en el discurrir de la Hermandad de la Amargura, los costaleros que llevaban el paso del Señor, se negaron a continuar la estación de penitencia a la Santa Catedral. » Qué sepan estos señoritos, y ricos terratenientes, que hasta que no nos paguen justamente, por nuestro trabajo, nos negamos a continuar, y va a tener que venir el cura con todos sus huevos a arrastrarlo. Llevamos ya unos años con nuestro jornal congelado, y entendemos que es una profunda injusticia, ya que la nómina de hermanos se ha acrecentado, el recorrido se ha alargado y nosotros trabajamos más por el mismo dinero. ¡Qué le pongan menos flores a la Virgen y que nos paguen a nosotros lo nuestro! «.

El capataz enmudeció de repente. Manolito, el portavoz, tenía determinación y arrojo. Decían que era un sindicalista foribundo del barrio de San Julían, y que había ido a la escuela durante dos años. Lo suficiente como para poder expresarse con claridad e imponer respeto. El capataz, de riguroso luto, se dirigió al cortejo de la presidencia del paso del Señor, y temeroso se acercó a uno de los integrantes, que no iba vestido de nazareno. Era un comandante del Ejercito de Tierra, de rictus marcial y serio, que al escuchar las palabras susurradas al oído, enrojeció como un tomate. Con un gesto decidido, cedió la vara de presidencia al nazareno que se encontraba a su izquierda, el Hermano Mayor de la Hermandad, y se dirigió hacia el faldón del paso. Asió con firmeza el terciopelo y lo levantó, metiendo la cara con bigote minúsculo bajo el paso, en el lugar donde los rebeldes costaleros aguardaban.

» A ver, ¿ el cabecilla podría repetir lo que vuestro capataz me ha contado? Prefiero escucharlo de viva voz».

Manolito, asombrado y timorato, como el resto de la cuadrilla, repitió palabra por palabra, el discurso pronunciado momentos antes.

» Ya me lo imaginaba»- exclamó el militar. » Vuestro capataz tenía razón, no se ha saltado ni un detalle». En ese instante, el militar aproximó su mano derecha a su cinto y desenfundó su arma reglamentaria. » Vamos a ver mamones, o tenéis el respeto que le tenéis que tener al que estáis llevando arriba, y continuáis andando, u os meto a cada uno de vosotros una bala en la sien. Si es necesario, gasto dos cargadores».

Se dice en Sevilla, que de la «levantá» que dieron los costaleros, el Señor rozó el cielo.

Al girar la esquina, se dirigieron a la plaza que estaba a las espaldas de la Iglesia. Entraron en el Café » La Plazoleta» a tomar algo. Fuera del café, en la plaza, unas sucias palomas devoraban las migajas de pan, que un viejo harapiento les daba. Sucios animales, ratas con alas, carroñeros del nuevo siglo, portadores de enfermedades. Perseguidas y protegidas. En Sevilla, habían dejado de ser el símbolo de la paz, para ser animales odiados, desde la más tierna infancia. Cuando con gula, tragaban con desenfreno el alpiste que aterrados niños sostenían en sus manos, ante la cruel sonrisa de progenitores con cámara de fotos en mano. La Plaza de las Américas, era testigo cada mañana de domingo. Destructores de estatuas y monumentos. Una paloma no traía nada bueno en Sevilla.

El café era el típico café sevillano. Los suelos eran de azulejo hidraulico antiguo, desgastado por el uso y el paso de los años. Rombos, cruces,  estrellas y otras figuras geométricas de color verde, marrón, ocre, negro y rojo, estampaban cada muescado azulejo. Grandes columnas de mármol blanco, soportaban el peso de vigas de madera, que se disponían por todo el techo. Una plataforma de verde mármol servía de base a la barra del café. Una barra de madera roída, rota y magullada por el devenir del tiempo.

La pareja de extraños tomó asiento en unos taburetes altos de madera, al lado de una de las mesas libres que se encontraban.

El la miró a los ojos fijamente, excrutando cada centímetro de su cara, e intentando adivinar sus pensamientos. Necesitaba saber qué pensaba ella de él. Lo necesitaba de verdad. Ella sintió cierto rubor, por la frescura y desvergüenza de aquel desconocido, mientras sostenía la pequeña estatuilla entre sus manos.

» ¿Vaya escenita la del regateo con esa bruja  verdad?¿ Ha sido más propia de una calle del zoco de Tánger no? Espero que no te incomodara la situación. No suelo tener estos arranques con todas las desconocidas guapas que veo pasear»- dijo él con aires de interés y mirada de donjuán.

» Gracias por lo de guapa»- dijo ella. » Hombre, la verdad es que espero que no lo hagas con todas. Aunque eso no le quita magia al momento. La verdad es que hacía mucho tiempo que no me reía tanto»-sonrió.

» Pues ahora que lo dices..»

» ¿Qué van a tomar los señores?» – interrumpió repentinamente la camarera. Le encantaba romper la intimidad a esas parejitas enamoradas, que acudían a su café a compartir palabras, bajo la luz de lámparas de gas. Eso le hacía sentirse menos desgraciada, por lo que ella ya no tenía.

» Pues mira, nos vamos a tomar las cosas con calma y a pensar qué es lo que deseamos tomar, y cuando nuestra conversación se torne tan aburrida que no podamos ni respirar, entonces te llamaremos para que no interrumpas nada interesante, ¿qué te parece?»- exclamó él con felina agresividad.

» ¡Vaya telita cómo está el patio! Bueno pues tú me avisas ¿Vale? ¡Y perdone usted! » dijo indignada la camarera.

Ella sonrió sorprendida.

«No suelo ser tan borde, disculpa son los nervios del momento.»- dijo avergonzado.

El levantó la mano dirigiendo la mirada a la camarera, y la llamó con un gesto.

«¿Ya se han aburrido lo suficiente los señores? ¿Qué pronto no? Bueno el señor tiene pinta de hacer las cosas rapidito» Dijo socarronamente la camarera.

«Bueno, bueno, yo voy a tomar un café solo, con tres gotas de brandy, y la señorita va a tomar…»

» Un café descafeinado de máquina, por favor», dijo ella.

» Vamos, un carajillo y un descafeinado de máquina. ¿Algo de bollería figurines?».

» No, gracias.»- cortó bruscamente él.

Esperaron a que la camarera se fuera y comenzaron a hablar. Es difícil de explicar cuando se produce esa mágica conexión que une a dos personas, desde el primer momento en el que se conocen. Y con ellos ocurrió un verdadero cortocircuito. Se podía palpar en el ambiente. Todo desapareció en aquel viejo cafetín. Todo salvo ellos. Horas y horas pasaron hablando de sus vidas. Compartiendo obras y milagros, venturas y desventuras, amores, desamores, éxitos y fracasos. Y todo sin solución de continuidad. Se dice que el ser humano es como un perro, que cuando es joven y cachorro, se acerca a cualquiera, sin filtro ninguno, para jugar, para compartir. Y cuando se hace mayor, se vuelve perro viejo, y huele gruñendo a cualquiera que se le acerca. La experiencia es un grado. Pero eso, no sucedió con ellos.

Hablando, se descubrieron en una inusitada e inesperada intimidad. El carajillo y el descafeinado de máquina, se enfriaron encima de la mesa, sin siquiera haber sido probados. A ninguno de los dos, le importó. No iban a sacrificar la electricidad, las vibraciones, las palabras sanadoras, los corazones que se acercaban a su igual, y mucho menos por un sorbo de café recalentado, aunque estuviera aliñado por alcohol.

Él, oscuro, descreído, herido, desesperanzado, desilusionado, roto, sin afanes ni metas, viviendo por inercia, con ganas de morir, traicionado, abandonado, rechazado, humillado, reo de injusticia, alma en pena, sonriendo por compromiso, había encontrado sin buscar.

Ella, luz, creyente, ingrávida, esperanzada, ilusionada, con miles de sueños por cumplir, viviendo intensamente, aferrada a la alegría, ingenua, buena, noble, inocente, imaginativa, princesa de cuento de hadas, había buscado sin encontrar.

El gruñido de la camarera los despertó del estado de ensoñación eterna en el que se encontraban sumidos.

» Vamos a cerrar, ¿ Queréis algo más a parte de los dos cafés que ni siquiera habéis tomado, u os doy la cuenta?».

Al salir del café, ella le miró a los ojos, y le dijo. » No te lo vas a creer, pero después de todo lo que hemos hablado, no recuerdo tu nombre. El mío es Elisa.»

» El mío no lo recuerdas, porque no te lo he dicho»- contestó él con sarcasmo. Me llamo Gestas, Gestas Santamayor.

Las Punteras de Elisa (XI)

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¡¡¡¡¡ Acercateeeeeeee niñaaaaaaa, que todo lo que tengo vale una millonaaá. Compraaaaa, compraaaa, que me lo quitan de las manos. Tú mira lo que quiera «miarma», que mirá es gratis !!!!». Jueves, calle Feria, bullicio a trompicones deambulando de forma sinuosa por la estrecha arteria principal del barrio de la Macarena. Para los que no conozcan la capital hispalense, el jueves es uno de los principales días de la semana, al cumplirse un ritual muy del gusto del sevillano. El conocido popularmente como el «mercadillo del jueves», es el más antiguo de la ciudad, hundiendo sus orígenes en la etapa anterior a la Reconquista cristiana protagonizada por el rey santo, San Fernando. Hoy en día, en esta calle que no llega al kilómetro, se muestran en numerosos puestos, antigüedades, artículos de segunda mano, objetos religiosos, obras de arte y lo más extraños cachivaches. Muchos historiadores y estudiosos, encuadran temporalmente el mercadillo en los tiempos de la dominación árabe, habiendo sido el primer enclave la Plaza de Calderón de la Barca, colindante al Palacio de los Marqueses de la Algaba.

A excepción del Jueves Santo, siendo el Miércoles Santo el día sustituto para celebrar el mercadillo, durante el resto de los jueves del año, este zoco medieval cobraba vida en la populosa calle, transformándose por unas horas en el trastero público de lo olvidado, de lo no deseado, viejo o roto, en el desván de las intimidades ciudadanas. De rancio abolengo, pintoresco y con un incuestionable magnetismo, el mercadillo había inspirado hasta las páginas de los más eminentes literatos, desde Ángel Vela, pasando por Chaves Nogales, Richard Ford, o incluso el mismísimo Miguel de Cervantes. Muchos habían inmortalizado en sus lienzos su vida, en sus cuartillas sus historias. E incluso, llegando a la exageración más sevillana, alguna obra de Murillo se había vendido allí.

Elisa acudía cada vez que podía a la calle Feria, los jueves de mercadillo. Le gustaba perderse entre los numerosos puestos que ofrecían sus tesoros a precio de saldo. Cuadros, estatuillas, antigüedades, objetos eléctricos y electrónicos, joyas, revistas del destape y libros, más de alguno descatalogado. Discos, cintas de cassette, dvd piratas. Todo bonito, todo bueno, todo barato, todo negociable.

Esta curiosa predilección se la había contagiado su madre, muy aficionada a coleccionar objetos antiguos y  todo tipo de enseres, a primera vista sin utilidad. Acaparar lo que no sirve o lo que no tiene ya valor, extraño pasatiempo. Su madre en alguna ocasión se había sentado con ella en la mesita de la cocina, cuando estaban a solas, y dejaba de ser Doña Severa, para compartir con ella sus tesoros.

Normalmente esto sucedía cada jueves. Era el único suspiro en el que parecía humana, era el único momento en el que dejaba escapar sus sentimientos, era el único pestañeo en el que se asemejaba a una madre. Monedas nacionales y de diferentes países, sellos y estampas, pequeñas navajitas con mangos de diferentes materiales, canicas, platitos de porcelana, dedales de variados materiales, medallas religiosas, bordados, mantones de manila, muñecas de porcelana. Cada jueves, Doña Severa, Severa, conducía a su hija a la cocina. Perdonándole el eterno destierro, el encierro en su cuarto. Allí en la cocina, en aquella alargada mesa con olor a comida, exponía todos sus alhajas. Eso si, previamente, Severa limpiaba con primor la superficie de la mesa, con visible cariño y cuidado.

A Elisa, siempre le gustaba preguntarle a su madre por la historia de algún objeto peculiar o llamativo. Se quedaba embelesada escuchando horas y horas. Su suave tono de voz, su candencia, su timbre, su expresividad, su relato perfecto, su cínico humor negro, sumergía a Elisa en un embriagador sopor, que le transportaba a otros mundos, a otras épocas, a otras realidades. A la fantasía de ser una niña querida, una niña amada, un niña feliz. Cuando el espíritu está necesitado, con qué poco se contenta.

» Este anillo con rubí, y esta medalla del Gran Poder y de la Macarena, fue un regalo de tu abuela por tu bautismo. Cuando te cases te lo daré, para que lleves algo de ella, en el día de tu boda. El día de la boda de una mujer, es uno de los más importantes. Es un día de muchos nervios, pero no te preocupes pequeña que yo estaré a tu lado»- susurró Severa.

A Elisa se le saltaron las lágrimas.

Algo llamó la atención de Elisa, a la mitad de la calle, llegando a la casa número 85. Una anciana con gafas de sol, sentada en los peldaños que daban entrada a la casa, dirigía su mirada hacia ella. La anciana iba vestida de luto riguroso, y portaba un bastón. A sus pies, una alfombra persa deshilachada, servía de nido de cientos de cacharros y trastos que se desparramaban por sus confines. Una mesilla de noche de nogal, encima de la pequeña alfombra, hacía las veces de expositor. Sobre ella, una estatuilla de marfil,  blanco amarillenta, casi respiraba. Elisa se acercó entre el gentío.

» Hola guapa, ¿ Buscas algo?»- dijo la anciana.

» Nada en particular»- se sonrojó Elisa.

» Todos buscamos algo ¿sabes niña? «- exclamó la anciana con inusitada familiaridad.

Elisa, se quedó pensativa mirando a la vieja enlutada. Sentía la necesidad de coger aquella pequeña mujer de marfil.

» ¿ Sabes a quién representa ?»- preguntó la anciana.

Elisa se ruborizó y se quedó callada. No tenía ni idea. Simplemente sentía una inexplicable atracción por aquella figura.

» No te preocupes miarma. Pronto alguien te lo contará. Y te traerá amor y penas. Las cosas de la vida ¿ verdad? Blanco y negro pocas veces. Siempre gris. ¡ Qué bonita es la vida cuando todavía se tiene juventud para bebérsela!» La anciana sonrió. » Bebe cielo, bebe».

Elisa la miro incrédula, No le salían las palabras. Parecía que había enmudecido. Lo único que podía hacer era escuchar.

» ¿ No me crees verdad guapa?». La vieja sonreía. » Yo veo cosas que tú nunca creerías». La anciana bajó con un gesto de la mano las gafas de sol a la altura de la punta de la nariz. Unos ojos totalmente blancos, inexpresivos, vidriosos, miraron a Elisa. Unos ojos vacíos, sin vida, de color amarfilado como el de la estatuilla, examinaban expectantes la reacción de la asustada joven.

Elisa, se sobresaltó. No fue una sensación de asco lo que sintió, ni siquiera de repulsa. Simplemente temor, un temor desnudo, sin posibilidad de escondite, sin tapujos. Después de aquella primaria reacción vino la pena. Una sincera pena y compasión. Tristeza.

» Ay mi niña. eres sensiblona. No te apures, perdóname. Estoy un poco loca. Solo ante el miedo, el ser humano reacciona con su verdadera naturaleza. Algunas veces hay que probar al que se tiene delante. No lo olvides.» Al decir esto, la anciana de negro, suspiró y bajo la cabeza.

Elisa quería sostener aquella figura. Sentía la necesidad de cogerla y acariciarla. Su mano se acercó a ella y de pronto chocó con otra mano. La estatuilla estuvo a punto de caer al suelo. Ella, retrocedió y alzó la mirada. Era un hombre.

Era alto, muy alto y delgado. De pelo negro ondulado y ojos verdes. Sus facciones eran fuertes, pronunciadas. No era un hombre guapo, pero si, como se suele decir, atractivo. Su mandíbula era marcada, cejas pobladas, nariz achatada y labios generosos. De complexión robusta. Vestía una gabardina de color ocre, y un sombrero ocupaba la mano inocente del choque fortuito. Algo singular le llamaba la atención. No podía afirmar que era, pero algo de aquel extraño le hizo sonreír. El también lo hizo.

» Es una burda imitación de la Diosa Lakshmi de Pompeya, hallada en el 39. Representa la fertilidad. Si te gusta te la regalo»-dijo él. Ella sonrió embelesada.

» Anciana, ¿ qué precio tiene esta estatuilla»- preguntó el extraño.

» No sé, dímelo tú que sabes más de ella que yo. ¿ No es cierto?», afirmó la anciana.

» ¡ Qué guasa tiene la ciega! ¿ Tienes ganas de regatear, no?» Dijo el hombre.

» Todo tiene un precio»- concluyó la ciega.

En ese momento él palideció. Se llevó la mano al bolsillo y sacó la cartera. Cogió unos cuantos billetes y se los ofreció a la anciana. La vieja tomó los billetes y se los llevó a la nariz. Los olisqueó como un perro de caza, y después pasó la yema de los dedos por ellos.

» Es suficiente caballero. La estatuilla es tuya. Ten cuidado con ella, que las cosas delicadas se pueden romper si no se las trata con cariño.»

Él la miró, intentando responder con algún chascarrillo a las palabras de la vieja, pero se quedó mudo. Se dirigió a Elisa, y le preguntó, » ¿ Te tomas un café conmigo y formalizamos la entrega de la dichosa estatua?» Elisa sonrió, «¡ Claro!».

Bajaron por la calle, dirección a la Iglesia de San Juan de la Palma. Llegando a la altura del número 79, Elisa miró al portal. Encima de la puerta de entrada había un relieve con  figuras cinceladas en la piedra. Media luna, dos estrellas, un gallo y una escoba. En ese momento se acordó de la vieja. No se había despedido de ella siquiera. Miró hacía atrás, intentado identificarla entre la bulla. La vieja y enlutada ciega ya no estaba.

Las Punteras de Elisa (X)

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Un sonido gutural, casi agónico, salía de aquel cuarto de baño. Un grito sordo, animal, que expulsaba todos los demonios que atormentaban a Gestas. No era sólo la lógica reacción fisiológica a otra noche de maldita borrachera. Era un llanto de desesperación que nacía del interior, de las entrañas, un alarido de macho alfa, expulsado de su manada por otro lobo más joven y dominante. Esas tripas que liberaban los samurais en el pasado, al practicarse el «seppuku», cuando ya no había » Daimyo» al que seguir, o cuando el honor se había perdido. Arcadas de alcohol que derramaba por su boca hasta desfallecer, hasta perder el sentido de la realidad. Ya no había nada que regurgitar. El regusto agrio de la bilis inundaba su boca y las lágrimas ácidas que escocían, hijas de aquella nausea eterna, se desparramaban por su cara. Reía, lloraba, vomitaba, en un orgasmo de vacío existencial. Asido fuertemente a la tapa de aquel váter, con sus brazos rodeando la taza, Gestas continuaba echando a los demonios, en un exorcismo interminable. Los que habían crecido en su interior. Aquellos que dominaban desde siempre su alma. Sus eternos compañeros de infancia.

Ya había perdido la cuenta de cuántas noches habían terminado de la misma manera. Con ese abrazo místico, de rodillas, frente a aquel agujero negro que tragaba sus penas. Algunas veces no llegaba a su casa. Había vomitado en la calle, en su coche, en más de alguna esquina, encima de sus ropas, o incluso, encima de alguna compañía ocasional. Ese veneno le estaba matando.

Se secó el sudor y se limpió los restos de fluidos de los labios, con la manga de una camisa ya manchada y pestilente. Se incorporó y se acercó al espejo. No quería mirarse en él. Pero sucumbió. Levantó los ojos y miró. Y no reconoció al hombre que tenía delante. No era él, era un extraño. Su piel estaba pálida, de un blanco mortecino, barba de varios días, ojos brillantes, pero muertos, ojeras. De pronto, sus ojos se encontraron con los de aquel ser que le observaba fríamente y sonreía. Abrió el grifo, y con sus manos se enjuagó la cara.

Apoyándose en las paredes, encaminó lentamente sus pasos al salón, y se desplomó en su butaca. Cerró los ojos.

Aquel cuarto era un verdadero paraíso infantil. Las paredes estaban recubiertas de papel, con hadas y elfos, criaturas fantásticas que volaban por los cielos, magos, dragones y guerreros a caballo, corrían por el techo vulnerando las leyes de la gravedad. Una ventana enorme dejaba pasar la cálida luz del sol. Desde ella, se divisaba un jardín preñado de rosas, naranjos, azahar y damas de noche. En el alfeizar de la ventana, se encontraba una jaula dorada, en la que » Cantarín», un pequeño jilguero, entonaba las más alegres melodías, regalando armonías a todos. Una fuente redonda con mosaicos romanos, agua cristalina y una estatua de Hades en el centro, en una mezcla explosiva, reinaba el centro de aquel Edén multicolor.

Juguetes por doquier, caballos de cartón, escopetas de corcho, muñecos de trapo, un patinete de hierro de color rojo reluciente, pelotas de cuero, un tren, eran algunos de aquellos preciosos tesoros infantiles, de aquel niño solitario. Estanterías de madera de roble, repletas de libros, un escritorio con una bola del mundo, un juego de escritura, pluma, tintero y papel secante.

Su cama, un colchón mullido y confortable de plumas de ganso, revestido de colchas, bordadas con cientos de cervatillos. Una almohada también de plumas, era el descanso perfecto que cualquier niño desearía. Una lámpara isabelina de miles de cristales brillantes, pendía del centro del techo reflejando la luz natural, y creando arcoiris de ensueño.

Gestas no tenía hermanos, jugaba solo durante horas infinitas. Inventaba historias, pintaba en su caballete con una paleta de colores, todo aquello que su imaginación le sugería. Corría por el jardín descubriendo insectos y plantas nuevas, en un universo de aventuras. Escalaba por las ramas de los árboles, a la caza de algún pajarillo. Alguna tarde le visitaba algún niño con el que jugaba. Pero la mayor parte del tiempo estaba solo. Se había acostumbrado a estar solo.

Su padre nunca se encontraba en casa, los negocios de la familia le ocupaban la mayor parte de su jornada. Tenían una finca desde tiempos inmemoriales. Olivos, viñas, trigo. Tantas hectáreas de tierra tenían bajo su dominio, que múltiples tipos de fruto crecían en ellas . Únicamente veía a su padre al anochecer, cuando volvía a su casa. Después de cenar, lo cogía amorosamente en brazos, y le contaba hazañas increíbles de sus antepasados, de sus tradiciones y costumbres, del origen de su apellido, de relatos que todavía no llegaba a entender, y cuando llegaba la hora de dormir, acompañaba con cariño al pequeño a su cama, dejándole prendido un beso en la frente.

Su madre, era otra cosa. Estaba siempre en casa. Dominaba todo el tiempo del pequeño Gestas. Muy alta, de cabellos dorados, del color del trigo de sus tierras, esbelta y elegante. Sus ojos eran de un verde mar intenso, casi irreal, y un rictus de ligero desdén y lejanía de las cosas terrenales dominaba su expresión y sus modales. Era nacida de alta cuna. María Eugenia era una mujer de belleza abrumadora. Se había casado como todas las señoritas sevillanas de su clase social, con un pretendiente con posibles. Los matrimonios pactados era lo habitual, entre las altas clases sociales de la Sevilla más acaudalada. Pero un matrimonio, lleno de lujos y comodidades no le dio el amor a aquella fina y fría damisela.

Esas numerosas horas de ausencias las pasaba María Eugenia en casa, reunida con su grupo de oración, del que se sentía especialmente orgullosa y afecta. Las más importantes mujeres del pueblo, acudían a la casa de los Santamayor, cada tarde, para leer los Sagrados Evangelios. En el salón, leía cada dama un capítulo, para después entrar en debate del sentido y significado de la Palabra revelada, todo ello dirigido por María Eugenia y el Padre Demetrio, antiguo sacerdote ya retirado. El Padre Jacob, el nuevo cura, siempre había declinado las invitaciones a participar de aquellas reuniones. María Eugenia siempre se había preguntado el motivo de la actitud del sacerdote. Las reuniones siempre acababan con la reducida comitiva, rezando el rosario. Lo repetían una y otra vez, hasta la saciedad. El olor a incienso y cirio quemado, provocaban un clima irrespirable, hipnótico. Gestas, escuchaba con temor desde su cuarto, situado en la planta alta, los enfervorecidos cánticos. Miraba, agazapado, tras la barandilla de la escalera, con la curiosidad propia de un niño. Al finalizar, siempre, cada tarde, una de las integrantes se aproximaba a la puerta del salón, y la cerraba con llave. A partir de ese momento, reinaba un silencio sepulcral, que retumbaba en los oídos del pequeño. Al cabo de una hora, la puerta se abría, y en el más absoluto de los silencios, los integrantes de la comitiva abandonaban la casa. Ese era el momento, en el que María Eugenia acudía a su segunda gran pasión, la bebida. Era una gran bebedora de toda clase de licores y vinos. Lo único que no probaba era la cerveza, por que le habían enseñado que » eso era de pobres». Agarraba unas borracheras de órdago, y casi siempre terminaba inconsciente, desmayada en el suelo. Menos aquella tarde.

Aquella tarde, Gestas no aguantó su curiosidad, y bajo las escaleras. Con anterioridad, Doña Leonor, mujer del Alcalde, había cerrado la puerta del salón, como cada tarde. El pequeño puso su mano infantil en el pasamano, y peldaño a peldaño fue bajando la escalera que descendía desde la primera planta. A cada escalón que pisaba, se producía un imperceptible crujido de la madera. A la mitad del recorrido, Gestas paró, algo en su interior le decía que era mala idea, que tenía que volver a su cuarto, que si Doña Leonor cerraba la puerta, era por que no tenían que ser interrumpidos, que su presencia no era bien recibida, y que fuera lo que estuvieran haciendo, lo mejor que podía hacer era regresar con sus juguetes. Gestas siguió bajando. Al final de la escalera, un rellano, con una estatua de un dragón chino de marfil, una mesita alta de cedro, una alfombra persa en el suelo de madera, y un espejo redondo de plata. Gestas se acercó a la puerta y agarró el pomo. Torpemente lo giro, y abrió la puerta con lentitud. Por una pequeña rendija, llegaban unos extraños ruidos y una leve luz. Gestas acercó sus ojos de niño, para poder ver mejor.

Dicen que unos de los momentos más tristes de la existencia, es cuando un niño pierde su inocencia. Aquella tarde fue la última tarde la de la inocencia del pequeño Gestas. Una maraña de cuerpos desnudos sudorosos se mezclaban, en una trepidante bacanal de sexo desenfrenado. Era imposible distinguir donde empezaba uno y terminaba otro. Gemidos, palabras lascivas y lenguajes obscenos hirieron los tímpanos del niño. Los ojos de la inocencia se rompieron. La rosa blanca se marchitó,y asqueado por tal espectáculo fue retrocediendo lentamente hasta el rellano.

» ¿ Qué haces ahí niño infecto? » Gritó su madre desnuda, asomando medio cuerpo por la puerta. Gestas aterrorizado retrocedió apresuradamente y cayó al suelo de espaldas. » ¡ Vete de aquí ahora mismo hijo de Satanás! ¡ Ya hablaremos tu y yo sabandija asquerosa!»

Gestas subió las escaleras a la velocidad del rayo y se metió en su cuarto. Una vez allí, se arrastró hasta debajo de su cama, y abrazado a su peluche, un oso marrón de nombre » Bicho», cerró con fuerza los ojos, mientras su corazón galopaba como un caballo desbocado.

Pasó, una hora, quizás dos, cuando pudo escuchar voces que se alejaban y los pasos de unos zapatos de tacón subiendo por la escalera. Era su madre, la que entraba por la puerta, agarrando con una mano una botella de coñac medio vacía, y con otra una regla de madera.

» Ven cariño ven, mamá te va a enseñar lo que estaba haciendo con sus amigos». Su aliento apestaba a alcohol.

Aquella tarde, aquella fatídica tarde, el alegre jilguero que estaba en la ventana del cuarto de Gestas, enmudeció.

Las Punteras de Elisa (VIII)

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Una pistola 400 Astra, reluciente, brillante, todavía caliente, reposaba encima de la mesa de madera agrietada de interrogatorios, del cuartelillo de la Guardia Civil.

Amancio estaba sentado en una de las sillas de aquel pequeño y lóbrego cuarto. Una bombilla amarillenta y polvorienta, chisporroteaba en el techo, ofreciendo una luz intermitente y escasa. Los ojos de Amancio no podían apartarse de aquella pistola. Su forma sinuosa, su silueta, sus cachas de madera, su fulgor metálico lo tenían totalmente atrapado, cautivado. Imaginaba el poder que podría tener con aquel arma en su mano. ¿Cómo sería disparar con ella?, sentir el retroceso, el olor a pólvora quemada, el impacto de la bala en el cuerpo del blanco deseado. ¿Como sería la cara del pobre desgraciado que estuviera frente a él, siendo apuntado por aquella herramienta de dominación, de muerte? Un escalofrío le recorría la columna, de placer, de regocijo, y una sonrisa maliciosa se iba dibujando en la cara. Una de sus manos, se acercó tímidamente a la pistola.

«¡ Amancio! ¿ Se puede saber que estás haciendo? ¡ Ni se te ocurra hombre, que te tendría que empaquetar por eso!» Amancio, estaba tan embelesado con la Astra 400, que había perdido la noción de la realidad, y no se había percatado de que el Cabo Ochoa había entrado en la sala de interrogatorios. Dio un ridículo respingo y escondió la mano bajo la mesa.

«¡ De verdad que no te puedo dejar sólo ni un momento Amancio!» El Cabo Ochoa, llevaba en el cuerpo de la Guardia Civil desde antes de la Guerra. Durante el conflicto, se había comportado como un verdadero animal con aquellos paisanos que no profesaban la ideología de los sublevados. Se enorgullecía de las cabelleras rapadas que conservaba en su casa, de las esposas de aquellos republicanos que habían muerto fusilados, además de miles de salvajadas más que se rumoreaban en el pueblo. Por desgracia, muchas de ellas ciertas.

» Me vas a buscar la ruina Amancio. Tu sabes que yo soy hombre de bien, y que respeto que hagas con tu familia lo que te de la gana, que para eso eres el hombre de la casa. Pero, eres un imprudente. Con la pobre Margarita, me costó la propia vida mantener lo del accidente, y estuviste a punto de dejarla sin brazos sinvergüenza, no te la mereces. Pero con lo de la pequeña Severa, ¿ Qué tienes que decir al respecto? ¡ Has estado a punto de matarla hombre!».

Amancio levantó los ojos con resquemor, con un odio perceptible, casi le costaba la vida comenzar a hablar. Su yugular se marcaba como una serpiente mordiéndole el cuello» Ochoa, ha sido un accidente, la niña estaba muy cerca de la trilladora, tropezó con un saco y..».

«¡ Venga hombre, no me jodas Amancio! ¡ Qué trilladora ni que ocho cuartos hombre! ¡ Has estado a punto de matarla! ¡ El matasanos ha necesitado de tres hombres para poder hacerle las transfusiones necesarias, y la pierna no se la ha podido salvar! Y te lo vuelvo a repetir, eres hombre de tu casa, tu la llevas y tu la entiendes, y después de todo lo que has..»

«¡ Exactamente Ochoa, después de todo!» Amancio interrumpió con brusquedad al Cabo.

El Cabo Ochoa enrojeció de repente. Sus nudillos se pusieron blancos de apretar los puños. Todavía recordaba con claridad aquella fatídica noche. Amancio y su hermano Rafael, tras las continuas vejaciones, faltas de respeto, y tropelías que el señorito del cortijo cometía con todos ellos, se atrevieron, junto con otros hombres, a fundar un sindicato de trabajadores del campo. Iban a luchar por sus derechos, para que no les pisaran. Si no había trabajo para todos ¡Huelga! Amancio, tenía muy mala fama en el pueblo, hombre pendenciero y mal bebedor, pero conseguía arrastrar a todos, nada más abrir la boca, era un verdadero agitador. Hubiera sido un increíble político. Aquella noticia, llegó al señorito, que le faltó tiempo, para levantar el teléfono y avisar al cuartelillo de la Guardia Civil. Un 4 de agosto de 1936, de noche, una escuadra de la Guardía Civil irrumpió sigilosamente en los domicilios de los pobres sindicalistas. Amancio pudo escapar por la ventana, pero a su hermano Rafael lo detuvieron, y lo bajaron a culatazos por las escaleras. No llegó al muro de fusilamiento, lo mataron a patadas en el camión que iba de camino. Amancio corrió como alma que perseguía el diablo y llegó hasta el molino de pan, cerca del camión que esperaba a los condenados. Pudo ver cómo su hermano agonizaba, recibiendo una lluvia de patadas de botas, botas de cuero negro lustrosas, que comenzaron a ensuciarse de sangre. Amancio lloraba de ira, de rabia, de miedo, agachado en el suelo.

De pronto un susurro, «¡Eh tú! ¿ Qué haces ahí?» La sombra de un Guardia Civil se interpuso en su vista. » Tú eres Amancio, ¿qué haces aquí cobarde? ¡Ven para el camión hombre, que corras la misma suerte que tu hermano!». «¡No por favor!», exclamó Amancio, » ¡ No me hagas esto te lo suplico, que dejo sola a Margarita y a los niños! ¡ Te lo ruego Ochoa, no me hagas esto!». » Te vienes conmigo de cabeza hombre, que ahora no tienes tanto coraje, ni tanta palabrería para reclamar esos derechos que dices que tú, y los de tu calaña tenéis», exclamó el Cabo Ochoa. «Tus hijos, si son listos, saldrán adelante, y renegarán del rojo de su padre, que fue un inútil y un inconsciente», prosiguió. Amancio se acercó las piernas de Ochoa, y las abrazó con fuerza, gimoteando, continuaba, » ¡ Te lo suplico Ochoa!. ¡ Por Margarita, hazlo por Margarita!». En ese instante las facciones de tensión del Cabo, desaparecieron, su ritmo cardiaco se relentizó, y las manos agarradas a su Mausser se aflojaron. » ¿Por Margarita? Esta noche vas a tener suerte Amancio, vete a la trasera del molino, y no te muevas de allí hasta que el camión se vaya, ¿ Te enteras? ¡ Hasta que el camión se vaya!».

 

«Bueno, Amancio, entonces vamos a decir, que la trilladora le arrancó la pierna a Severa, y ¿después qué? ¿cuándo será el siguiente accidente? Mira, no es un secreto,» dudó en continuar, » sabes que le tengo cariño a la niña..» El Cabo Ochoa, calló, pensando concienzudamente lo que iba a decir. Al final se atrevió,» Mira, vista la situación, creo que lo mejor es que la niña se venga a vivir conmigo». Los ojos de Amancio, enrojecieron de ira y furia, se mordió el labio inferior hasta el punto de hacerse sangre. » Tranquilo Amancio,  creo que será lo mejor para la niña».

Amancio miró al Cabo Ochoa, » Haz lo que te salga de los cojones, Ochoa, quiero salir de aquí, es lo único que me importa».

Severa abrió los ojos, todavía estaba adormilada por la fuerte anestesia que había recibido. La intervención había sido larga, muy larga. Una sequedad absoluta le inundaba, le impedía siquiera tragar saliva. Una habitación blanca, con paredes blancas. Una silla, a su izquierda. Una muleta en la pared, una pierna de madera apoyada en el suelo. Severa se queja, una enfermera acude con un vaso de agua. » Bebe niña, bebe, pobrecilla mía, ¿Cómo te has hecho esto?» Al salir la enfermera, entró el Cabo Ochoa. Lentamente, con un paquete pequeño con lazo entre las manos, se acercó a ella. » Hola Severa, ¿ cómo te encuentras?». La niña guardaba silencio, todavía atontada, y sonrió.

» No te preocupes cariño mío, todo paso, no te preocupes que nadie nunca más te volverá a pegar..hija mía».

Las Punteras de Elisa (VI)

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» Venga Marcos, ¿ Cómo le explicarías a un niño pequeño, algo realmente complicado? Piensa.» Gestas se tambaleaba cual malabarista circense, en el taburete del bar » La Ilustre Víctima» en la calle Correduría 35, de Sevilla. Sus ojos de pupilas dilatadas estaban totalmente perdidos en el espacio de aquel angosto bar, lleno de humo. A pesar de las prohibiciones legales existentes en España, en relación al tabaco en los espacios públicos cerrados, en aquel bar, como en otros lugares en Sevilla, la gente hacía lo que le daba la gana. Así, una veintena de cigarrillos brillaban en la oscuridad de aquel barroco antro, iluminado por velas y candiles, chisporroteando al ritmo de la música jazz.

Marcos, también bajo los efluvios del alcohol, se llevaba torpemente la mano derecha a la cabeza, mientras que la izquierda sujetaba a duras penas, una copa de «Jack Daniels con hielo» y un cigarro de liar. ‘» No tengo ni la menor idea tío, en serio, deja de jugar conmigo y dime a dónde quieres llegar».

» Es muy sencillo, que te veo cortito está noche. Al niño se lo cuentas en un lenguaje que lo entienda. Tengo una idea, todavía no bien formada, pero creo que tanta metáfora y lenguaje figurado empleado en la Biblia, eran utilizados para hacer comprensible nuestros orígenes, de forma sencilla, al hombre de aquella época. Creo que el origen de nuestro universo, el principio de la vida, el primer hombre, todo viene explicado pormenorizadamente en los textos de la Biblia, con una exactitud pasmosa.»

» ¡Buenoooo esto si que es una verdadera revelación! Creo que los últimos cuatro cubatas te han sentado como dos tiros Gestas. Hombre, desde siempre el alcohol era llamado bebida espirituosa, pero, ¿ Hasta el punto de volver creyente a un recalcitrante ateo? ¡Aleluya! ¡Milagro, milagro!» Marco sintió una intensa nausea al abrir tanto la boca, que estuvo a punto de vomitar.

La gente miraba con sorna al vociferante profeta.

» ¡Jajajaja, eres un cachondo mental. Ni de coña, claro que no! Simplemente que estoy comenzando a contemplar con otros ojos lo que en un principio en mi infancia asumí como un incuestionable dogma de fe en mi colegio de curas, después me rebelé ante ello por ateísmo beligerante, y ahora estoy comenzando a ver, que no todo es creacionismo ni todo evolucionismo.» Marcos abrió los ojos hasta lo que pudo y guardó silencio. » He visto que te ha afectado lo que te he dicho», sonrió Gestas. » Imagina que la realidad científica y empírica eran  tan compleja, tan difícil de asimilar, con tantos conceptos físicos, químicos, astronómicos, cuánticos, que el que dictaba ideó un cuento para niños, para que los hombres de aquella época, lograran entender, pudieran aceptar.»

» ¡ Eh, Eh, Eh! ¿ He escuchado  el que dictaba? ¿Dios?.» Interrumpió Marcos inquisitorial.

» En ningún momento he hablado de Dios, no en los términos judeocristianos. Sólo te digo Marcos, que hay algo que estoy rozando con la yema de los dedos, algo que se reseña constantemente desde el origen de las civilizaciones, de las religiones, desde el » Conócete a ti mismo»del Templo de Apolo en Delfos, Brahma escondiendo la divinidad del hombre en el interior del ser humano para no sea encontrada, y hasta las palabras de Jesucristo.. » Yo y el Padre somos Uno». ¿Y si Jesucristo y Dios compartieran algo, y no es una cuestión de fe o algo figurado? ¿ Y si nosotros por ser hermanos de Jesús compartimos algo que todavía no hemos llegado a descubrir?» ¿ Dónde podríamos encontrar esos vestigios? ¿ Qué es aquello que todos los seres humanos, por el hecho de serlo, compartimos y nos hace sustancialmente iguales en esencia, aunque se den pequeñas diferencias?»

» He perdido el hilo tío, esta noche no te sigo nada mamona. Además allí atrás, hay dos tías que no nos dejan de mirar. Yo creo que esta noche mojamos» Dijo Marcos con el instinto animal en modo cazador.

» El ADN imbécil, compartimos el ADN».

Las Punteras de Elisa (V)

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Su mano dejó caer la copa al suelo. Un fuerte sonido se dejo sentir en la salita de estar de Gestas. «Claro de Luna» de Beethoven sonaba en el toca discos. Era un nostálgico empedernido. Se había resistido siempre a las nuevas tecnologías, a pesar de ser un hombre relativamente joven. La copa, dejó derramar su contenido, un apestoso coñac barato que ya corría por sus venas. Como otra noche más, el sopor de su pronunciado alcoholismo le ayudaba a evadir toda realidad, todo pasado, todo.

Parecía mentira, pero para ser tan sibarita en su vida, Gestas bebía todo lo que se ponía a su alcance. Vino de mesa, cerveza, ron, ginebra… La lista era interminable. No había días, no había horas, no había motivos. Lo había intentado todo. Alcohólicos anónimos, psicólogos, psiquiatras, amigos, familiares, religiones, meditación, auto ayuda, «coachs» de todo tipo, hipnosis. Su sed, su dolor se aplacaba únicamente con alcohol. Altas dosis de alcohol. Pero había un pequeño problema. Como se decía en Sevilla, a Gestas no le sentaba bien el alcohol. No era de «buen beber». Toda su ira, toda su frustración, toda su angustia, todo ese magnífico y maravilloso intelecto que El Creador le había concedido, desaparecía en un momento. Todos los filtros mentales, toda su educación, todas las normas y composturas, todo desaparecía. Se convertía en un verdadero demonio, lleno de crueldad, sarcasmo, cinismo. Cual Dr. Jekyll y Mr. Hyde, la transformación que se producía era horrenda. Se había quedado totalmente sólo. Sin familia, sin amigos, sin relacionarse en aquella ciudad de relaciones. Muerto social en vida en el más profundo ostracismo. Un amigo le quedaba, de la nómina de nombres tachados. Marcos, Sancho Panza de desventuras de aquel pobre ser endemoniado. Amigo de la infancia. Habían pasado juntos de todo: separaciones, divorcios, muertes, traiciones, despidos, traslados laborales, insultos, malentendidos. Marcos merecía un lugar en los altares. Amigo de verdad, no de los » de cervecita y fortuna». Había estado a su lado, cuando murió ella. Lo había llevado a urgencias miles de veces para que le inyectaran la temida b12. Había soportado insultos, improperios, vergüenzas, locuras pasajeras, locuras horribles. Borracheras, vómitos y algún que otro puñetazo. Y no eran ni hermanos. Eran amigos. La familia que se elige.

Gestas despertaba de vez en cuando. Miraba aquella foto que reinaba en el centro de su salita de estar. Miles de libros reposaban en las estanterías que moraban en las paredes. Objetos antiguos, cuadros, un molinillo de café de los años 30, pipas de tabaco, maquinas de escribir oxidadas. Aquella Hispano Olivetti que heredó de su abuelo, intendente militar. Figuras africanas, barrocas, algún niño Jesús, cuadros con telas del Japón, una katana reposando en su atril. A ella le encantaba los objetos extraños y antiguos, emanaban historias, humanidad, autenticidad.

Se conocieron en el mercadillo de la Calle Feria, un jueves. Él se fijó en una figura pequeña, romana de apariencia, de marfil. Al cogerla, su mano chocó con la de ella. Rieron. Lo recordaba con absoluta claridad. No recordaba la cantidad de sandeces e insultos que le había soltado a Marcos la noche anterior. Pero aquel pasaje lo recordaba con absoluta claridad. Le dijo a ella tres o cuatro tonterías, intentando impresionarla, sobre la datación, origen y significado de aquella estatuilla.

» Es una burda imitación de la Diosa Lakshmi de Pompeya, hallada en el 39. Representa la fertilidad. Si te gusta te la regalo». Ella sonrió embelesada.

Miro al cuadro, y volvió a derramar lágrimas. Estaba seguro que todo lo que bebía lo lloraba. Ya no le importaba la vida, ya no le importaba estar sólo, ya no le importaba haber decepcionado a todos sus familiares, amigos, colegas. Todo era mentira, todo era un bulo, todo era una ilusión. Todo y nada. Blanco y negro. ¿ Siempre blanco y negro?

» Nunca rompas el silencio, si no es para mejorarlo» . El » Claro de Luna» llegaba a su más que triste final. Era lo único que le consolaba para sentirse cerca de ella, era lo único que le acercaba a su fatal ausencia. Comer su comida, escuchar su música, visitar sus lugares, leer sus libros. Pero él, era un hombre de ciencia. Todo aquello le parecía chiquilladas, cursilerías románticas que los cerebros primitivos se inventaban para perpetuar la especie, para facilitar la procreación. El amor era un burdo recurso de la química del cerebro. Eso era lo que pensaba. Estaba de vuelta de todo. Por eso se emborrachaba, para no pensar, para solamente sentir. Como aquel niño que experimenta por primera vez las cosas, sin cuestionamientos, sin argumentos, sin tesis, antítesis o síntesis. Para sentirla cerca, para verla viva de nuevo. El veneno del alcohol circulaba por sus venas.

Móvil que suena. Llamada. » Gestas ¿ qué haces despierto a esta hora tío? He visto tu conexión en el whatsapp. Es muy tarde, anda vete a la cama»- Marcos imploró desesperadamente.

» ¡Déjame de una puta vez cabrón! ¿ Y a ti quíen cojones te manda espiarme imbécil fracasado? ¿ Voy yo detrás tuya cuando vas a esos sitios que te gustan ir a ti, de perversión y de sexo barato? ¡ Déjame de una vez! ¡ Solamente sigues siendo mi amigo de mierda, por que así te sientes mejor! ¿ Verdad? Te hace sentir bien ser el buen samaritano que está salvando la vida a este asqueroso desecho ¿ verdad? ¿ Lavas conmigo tus pecados, tu culpabilidad gracias a esa educación reprimida de papaito y mamaita? »

Al otro lado de la linea, se escuchaba una respiración entrecortada, suspiros, decepción infinita.  » Vale Gestas, me ha quedado claro, vete a la cama, mañana hablamos»

El móvil impactó contra la pared y cayó destrozado como la copa, en el suelo.

Las Punteras de Elisa (IV)

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Un hombre de rasgos asiáticos, vestido con preciosos ropajes bordados, sentado sobre sus rodillas, se abría el estómago con un cuchillo, desparramando todas las tripas sobre el suelo. El color rojo sanguíneo, en todas sus tonalidades, inundaba cada centímetro de aquel dibujo.

Era un cuarto pequeño. Oscuro y pequeño. Las cuatro paredes estaban recubiertas de un papel verde, con figuras vegetales doradas que se entrelazaban, dispuestas como los barrotes de una celda. Aunque el color verde, ya no era verde. Hace muchos años que había dejado de serlo. Era más bien un gris plomizo, sobre un papel raído, por algunos sitios, desgastado por otros. De las paredes colgaban máscaras de madera china «Hua-Li», espejos con bordes de plata ennegrecidos, y algunas láminas de famosos grabadores europeos; Durero, Baldung, Goya. Estos maestros eran algunos de los artistas que vivían en las paredes. Era mejor no fijar la atención en aquellas láminas. Un camastro, un escritorio con un candelabro, una silla almohadillada , un baúl sobre el suelo de terrazo, eran los pocos muebles que se encontraban en la estancia. La ventana, era más bien un tragaluz, situado a dos centímetros del techo. Un burdo agujero sin cristal, de 60 cm por 20 cm, por el que entraba la luz, era lo único que conectaba con el exterior. Manchas de humedad se extendían por paredes, techos y suelo. Algunas noches, cuando la luz de la vela se proyectaba, Elisa jugaba a buscar formas, figuras, caras. Eran sus nubes, a falta de esos cielos azules de Sevilla en verano.

En ese escritorio, Elisa, dibujaba sin parar. Unas láminas, un lapicero, carboncillos, un difuminador, algunas gomas, ceras de colores, eran sus compañeros de cuarto. Ni muñecas, ni juegos, ni instrumentos musicales, ni fotos, ni recuerdos. Se pasaba horas y horas dibujando, en aquellas láminas amarillentas, inventando historias fantásticas y maravillosas, de héroes y princesas, de final feliz, algunas veces, historias de monstruos y brujas, de demonios, de pesadillas aterradoras, historias de final horrendo, otras. Su mente infantil, su alocada imaginación se refugiaba en aquellas ventanas sin límites, esas cuartillas que siempre acababan en el cubo de la basura, cuando su madre irrumpía bruscamente en el cuarto, y con un gesto salvaje y semi felino, le arrancaba de las manos, los frutos de sus sueños, de sus deseos, de sus miedos. Cada noche las fantasías de esa niña, que soñaba siempre escapar por aquel agujero, como la luciérnaga que graciosamente huía de la oscuridad, para encontrarse con la deseada luz, iba a parar a un hediondo cubo. Durante horas, dibujaba de forma enfermiza. Los libros que su madre le suministraba, eran sus otros compañeros. Le ayudaban a pasar las horas, encerrada en aquel cuartucho, esclava y prisionera de un cautiverio, que no alcanzaba a entender. La enciclopedia y la Biblia, eran las lecturas obligadas. Su madre, se las había arreglado para que no tuviera que ir al «Colegio San Isidoro de las Niñas», ubicado tan solo a unos cientos de metros de su casa, en la calle Federico Rubio, colación de San Bartolomé.

Elisa nació en una noche de luna llena, en un viernes de Marzo de 1949. Hacía 30 días en la ciudad de Sevilla que no había nacido ninguna niña, y ella vino al mundo aquel helado día de Marzo, para acabar con aquella sequía. El parto fue complicado, muy complicado. Elisa venía con el cordón umbilical alrededor de su cuello. Tras 48 horas de dolor, contracciones, vómitos y heces, gritos, desmayos y maldiciones, vino al mundo. Pesó 4 kilos 750 gramos, una niña exageradamente grande, para la escualidez extrema de su madre, la mala alimentación que había seguido, y para ser una hija de la posguerra. Severa no era una mujer cariñosa, más bien todo lo contrario. Era la menor de 6 hermanos, y desde pequeña había sufrido el maltrato de todos ellos, además del de su propio padre. Un salvaje iracundo, bebedor y pendenciero, que cada mañana salía a trabajar al campo, cuando todavía no había salido el sol, junto a sus hijos. Y junto a Severa, que no se había librado de exprimir sus manos por el hecho de ser niña. Debido al profundo y desgarrador dolor del parto, Severa tuvo que ser inoculada con una fuerte sedación. Al nacer Elisa, chillaba, le gritaba a la vida.

-» ¡Que alejen de mi a esa bestia! ¡ Que la devuelvan al infierno de donde ha venido! ¡Que callen a ese gato!» Severa rugía como una leona, asustando a todo el personal médico y a las monjas que asistían en el parto. «¡ Sacarla de aquí !»  Una monja se llevó a la recién nacida entre los brazos. Decían que su padre había muerto en la guerra. Parece ser que fue uno de los falangistas linchados en el inicio de la Guerra Civil en Sevilla, cuando el General Queipo de Llano se sublevó contra el Gobierno Republicano. Pero todo ello eran habladurías, por que nadie sabía a ciencia cierta quien era su padre.

Elisa estuvo toda la noche sola, sin nadie. Las únicas visitas que recibía era las de aquella extraña monja que le ofrecía un biberón de leche caliente cada dos horas.

Una familia que se alojaba en una habitación contigua, también celebraba la incorporación de un nuevo miembro a la familia. Un niño, otro niño. El séptimo. El padre, con una sonrisa agridulce, paseaba por el pasillo mirando la arrugada estampa de una santa. » Me la has vuelto a jugar. Otro. Me la has vuelto a jugar.» El hombre se acercó a la habitación de Severa. » ¿ Una niña verdad? ¡ Qué suerte! Yo sin embargo tengo otro niño, sano, pero otro niño. ¿ No me lo cambiaría verdad?» Severa sonrió pensativa.

La puerta cerrada bajo llave se abrió de repente. Doña Severa entró sin miramientos, como siempre, y se acercó a velocidad sobrehumana a Elisa.

» Vamos Elisa, todas las noches lo mismo. ¿ No sabes que es inevitable? Así aprenderás la realidad de la vida. Así aprenderás que tus sueños desaparecerán como briznas de polvo en el aire, de la misma forma que aparecen, se van.  Sólo tienes pájaros en esa cabecita. Mientras que más rápido aprendas, mejor será para ti, para las dos. Pensarás que soy mala contigo. Pero es por tu bien, cuando seas mayor me lo agradecerás» Las manos de Doña Severa, amasaban las láminas, convirtiéndolas en una bola de papel arrugado. Una pequeña lágrima caía por la cara de Elisa, como cada noche.

» Ahora niña a dormir, que ya es tarde. Mañana es un día especial, muy especial. Has de estar descansada y fuerte, muy fuerte» Una sonrisa sobrecogedora se dibujaba en la cadavérica cara de Doña Severa».

Las Punteras de Elisa (III)

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» ¡Noooooooooo, Elisa noooooooooooo!», un grito espeluznante inundó la sala y paralizó cada una de las moléculas de los presentes.

-«¡Nooooooooooooo! ¿ Cuántas veces te he dicho Elisa, niña tonta, que en la tercera posición, el talón de un pie se pone contra la parte central del otro? ¡ Me tienes cansada y harta, muy harta! ¡ Es tan sencillo, que no entiendo que no lo comprendas! ¿ Eres tonta, inútil, boba o qué ocurre? ¿ No me prestas atención ninguna? ¡ No sirves para nada, no servirás nunca para nada! ¡ Y aquí sólo pueden estar las mejores! ¿ Lo entiendes niña torpe y estúpida?»

De los ojos de Elisa comenzaron a brotar lágrimas, muy pequeñas y claras, cristalinas, que resbalaron sobre su infantil cara de niña de 7 años. Su cabeza de pelo negro rizado, recogido con una cola, caía totalmente vencida, llegando su fino mentón al pecho. Sus pequeñas orejas estaban de color rojo, intenso. Su piel blanca, infantil, palideció aun más, hasta dejar a la luz unas pequeñas venillas en su cuello. Los puños cerrados, con fuerza, nudillos de marfil, y unos brazos delgados pegados a su cuerpo. Sus piernas, igualmente delgadas, temblorosas, a punto de quebrarse, como espigas de trigo bajo un vendaval. Su corazón, latía a un ritmo de cascos de caballos, y la cabeza le dolía, pero no de pena.

-» Vamos, vamos, no seas exagerada niña, te estoy corrigiendo. Es por tu bien. Todo lo que hago es por vuestro bien»- se dirigió al resto. «Sin mis sugerencias no llegareis a nada, y el éxito requiere esfuerzo, sacrificio, para no ser como los demás. Tenéis que ser únicas, superiores, destacar, y eso requiere dedicación absoluta. El ballet es vuestra religión, este estudio es vuestra iglesia, y yo soy la suprema sacerdotisa». Mientras pronunciaba estas palabras, la cara de la profesora, se henchía de orgullo. Severa Caballero, era una mujer alta, escuálida, enjuta. Un paso le separaba de la muerte por inanición.  Sus cabellos recogidos con un broche de plata, brillaban negros, bajos los focos del estudio. Su pelo, liso y perfectamente ordenado, coronaba su cabeza. Un pequeño rizo surgía de su nuca, En su mano izquierda, un cigarrillo se consumía, mientras en el otro, un bastón de cedro, con un pomo peculiar, le acompañaba desde hace mucho tiempo, para poder andar. Unos ojos negros, muy negros de alabastro, eran lo que más llamaba la atención de una cara huesuda y demacrada.

-» Prosigamos niñas ¡ Un, deux, trois!  ¡ Un, deux, trois!» Las niñas, agarradas con fuerza a la barra, se esforzaban en realizar las posturas, recientemente aprendidas, al ritmo que Severa, Doña Severa, les iba marcando con ritmo militar.

«¡ C’est fini! Esto todo por hoy, ahora hablaré con vuestros padres para los descartes.»

Severa se iba acercando a cada uno de los padres, que pacientemente aguardaban sentados observando con cierto temor, las primeras clases de ballet de sus hijas, sin entender nada. Al ordenar Doña Severa el fin de la sesión, cada una de las niñas corrió al lado de sus progenitores. Todas menos Elisa.  Elisa quedó sola en un rincón. Una de las niñas, una rolliza y pequeña pelirroja, la miraba riéndose. Le había mirado durante toda la regañina, disfrutando de cada palabra de humillación, de cada grito, de cada gesto de dolor. » Señores de Castro, por supuesto que su preciosa niña continuará con nosotros, tiene un magnífico futuro por delante» La niña pelirroja sonreía complacida por las palabras cariñosas de Doña Severa. Seguro que no tenía nada que ver, que sus padres dieran generosas aportaciones al estudio, y que fueran de los más ricos de Sevilla. La niña miró a Elisa con desprecio, sonrió y corrió al aseo. Mientras Doña Severa despedía a otros padres no tan afortunados, diciéndoles que su hija era demasiado lenta, desacompasada, entradita en carnes, o que simplemente le faltaba algo. Lloros de niñas, se comenzaron a escuchar en el estudio, y de un grupo de treinta, poco a poco, fueron abandonado la sala padres y niñas no válidas, hasta verse reducido drásticamente el número de las elegidas.

Elisa, aprovechando el tumulto de malas y buenas noticias, salió por la puerta tras la niña rolliza hasta el aseo. Entró silenciosamente, acariciando la puerta. Una fila de puertas llegaba hasta el extremo de la estancia. Se posicionó delante de la única puerta cerrada, desde donde se escuchaba un tímido sonido de goteo. El aseo era de azulejos blancos, con algunos espejos, lava manos impolutos y brillantes, un penetrante olor a lejía, y un crucifijo coronando la puerta de entrada.

Carolina abrió la puerta y se encontró de frente a la triste niña de cara pálida con una extraña e inquientante expresión. «¿ Qué quieres tonta, no te ha bastado con la que te ha caído con Doña Severa?» Un gesto de cinismo se dibujaba en su faz. Elisa se llevó las manos a su recogido. Era precioso, rodeado de pequeñas perlas blancas. Cogió una de ellas y tiró hacia fuera. La perla era el principio de un punzón que Elisa, dirigió de forma felina y veloz al cuello de Carolina.

«¡ Ahhhhgh!» Exclamó la niña. «¿ Qué se siente ahora puerca? ¿ No te ríes ahora? ¿Cómo te sientes?» Elisa susurró con impresionante frialdad. Unas gotas de sangre manaron del cuello gordito de Carolina.

Elisa, volvió a la sala, corriendo de nuevo a su rincón. Segundos después entraba Carolina, que llevaba su mano derecha pegada al cuello, con humedad en sus mejillas, y unos panties que tampoco estaban del todo secos. Padres tristes, padres contentos, niñas llorando, expectativas que continúan, sueños rotos ya desde la infancia, el poder del dinero.

Por fin, Doña Severa se acercó a Elisa, que estaba sola. » Elisa, ya sabes lo que te voy a decir ¿ verdad? Vas a continuar, pero todo dependerá de tu constancia, de tu esfuerzo, de tu dedicación. No te puedes permitir ser una más, tienes que ser la mejor, tienes que..» Doña Severa se mordió los labios con fuerza, y calló.

Elisa levantó la mirada, y con los ojos negros puestos en los ojos negros de Doña Severa, dijo en voz muy bajita.» Gracias mamá».

Las Punteras de Elisa (II)

58

Golpes en la puerta, timbre, golpes en la puerta, timbre, teléfono móvil, teléfono fijo.
Golpes en la puerta, timbre, golpes en la puerta, timbre, teléfono móvil, alarma.

13:00 p.m. Abrió repentinamente los ojos. Sentía una humedad pegajosa en la mejilla, que estaba en contacto con la cama. Un sabor a herrumbre intenso le impregnaba la boca y un dolor de cabeza incipiente comenzaba a divisarse poco a poco desde el horizonte.

» ¡Qué demonios ha pasado aquí!». No lograba recordar nada en absoluto, y la combinación golpes en la puerta, timbre, golpes en la puerta, timbre, teléfono móvil, alarma, tampoco ayudaba mucho. Erguido miró de reojo a la colcha. Observó una  forma difuminada, una gran mancha de sangre circular.  Se arrastró como pudo hasta la puerta de la entrada. Una debilidad inusitada le impedía andar con firmeza, y una sensación de mareo gobernaba cada paso que daba. Tos, sangre.

Golpes en la puerta, timbre, golpes en la puerta, timbre, teléfono móvil, alarma. » Ya vooooooooy», exclamó molesto, » Ya voooooooy». Aquel grito provocó que el dolor de cabeza incipiente, dejara de serlo, para dominar totalmente sus sentidos. Abrió la puerta sin mirar por la mirilla, de un fuerte y violento tirón del picaporte.

-«¿ Qué pasa?» farfulló con los ojos entreabiertos. La luz le molestaba sobremanera, todo era un cuadro del Greco.

-» ¡¿ Gestas, se puede saber qué te ha pasado hoy?! preguntó con sincera preocupación Marcos. » No has aparecido a la hora a la que tenías que dar la ponencia. Hemos tenido que retrasar tu intervención, y todos los participantes que exponían después tienen un mosqueo de aúpa. El Rector, El Alcalde, El Arzobispo, Consejeros, los catedráticos invitados, La Fundación, asociaciones científicas.. ¡Les has dado plantón a todos! ¿ Se puede saber que diablos te ha pasado? Si te das prisa, todavía tienes tiempo , te han dejado para el final «.

-» Como te tenga que intentar explicar lo que me ha pasado, me encierras directamente en una institución mental. Mejor ayúdame a vestirme que me voy a morir. Los que vayan me importan un bledo, ya sabes lo que pienso del postureo».

» ¡ Tío tienes media cara cubierta de sangre¡ ¿ De verdad, en serio, se puede saber que diantres te ha pasado? También te sale sangre de la nariz y de la boca».

-» Marcos, ¿ Me ayudas o te vas? ¡ Tú decides! ¡ No me acuerdo, no tengo tiempo, no me apetece, y no es prioritario! ¿ Me expreso con la suficiente claridad?»

Después de una ducha rápida, agua fría por falta de gas, tirando todos los botes vacíos de gel, y resbalando varias veces, Gestas salió a trompicones del cuarto de baño. Marcos, ya le había preparado la ropa encima de su cama;  traje y corbata negra, camisa blanca, zapatos de piel negros.

» Los calcetines y los calzoncillos te los coges tú macho, que somos amigos desde niños pero no voy a llegar a tanto. Te espero en el salón, ¡vístete YA!».

Diez minutos más tarde, bajaban la escalera de caracol de la casa nº 81 de la Avenida de la Constitución, en pleno corazón de Sevilla. Corrían a la velocidad del sonido, superando al Tranvía, tropezando con todos los viandantes que circulaban por la amplia avenida. Insultos, pisotones, empujones, y millones de disculpas más tarde, llegaron a la puerta del Rectorado, por la Calle San Fernando. Entraron como una exhalación, subiendo los peldaños de la escalera de dos en dos, hasta llegar al Salón de Actos de la Universidad de Sevilla. Una mirada de nerviosismo, ira contenida y alivio se apoderó del Rector. el Excelentísimo Señor, Don Séneca Folgado, que de forma brusca y repentina, se levantó de su silla e interrumpió al conferenciante que se encontraba en el devenir de su exposición en el atril.

«Bueno, bueno, amigo Márquez, como siempre muy interesante tus argumentos sobre los motivos del surgimiento de la Peste en la Sevilla de 1302, ya estudiados en tu numerosa obra, artículos en el ABC, y tus intervenciones de los últimos 10 años. Todo muy novedoso e interesante» Algunas risas socarronas se escucharon en el aforo, mientras Márquez bajaba avergonzado.El Rector continuó, » Pero ahora, demos la palabra a uno de los investigadores más importantes a nivel mundial e internacional,  y principal motivo por el que muchos de los presentes nos encontremos aquí. »

El Rector se dirigió al estrado universitario, con una regia y ensayada parsimonia. » Señor Arzobispo de Sevilla, Señor Consejero de Educación y Deporte de la Junta de Andalucía, Consejero de Innovación y Ciencia de la Junta de Andalucía, Señor  Alcalde, Presidente del Consejo de Investigaciones Científicas, miembros de las diferentes Cátedras de Sevilla,  Presidente del Ateneo de Sevilla, Presidente del Círculo Mercantil de Sevilla, Presidente del Círculo Labradores de Sevilla, Fundación Origen, sevillanos y sevillanas, amigos y amigos todos.  El caballero que a continuación les presento, es conocido por todos . Científico, filántropo, benefactor, miembro de gran cantidad de asociaciones científicas, Pro hombre de la ciudad de Sevilla, hermano de muchas Hermandades de la Semana Santa de Sevilla, con su sapiencia y sus investigaciones, se ha convertido en un referente del panorama científico internacional. Recientemente viudo, se ha dedicado en cuerpo y alma igualmente a obras de caridad, asociaciones de huérfanos, mujeres maltratadas y personas necesitadas de Sevilla, provocando en todos nosotros, un sincero orgullo y una honesta satisfacción, por ser su paisano y  amigo. Vecino de esta pequeña patria chica que es Sevilla. Digno de mención es su estudio sobre el ADN de Dios y su posible localización en el cuerpo humano. Señoras y Señores, sin más dilación, cedo la palabra a nuestro querido compañero Gestas Santamayor».

Las Punteras de Elisa (I)

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No podía respirar. Una presión insoportable le aplastaba la garganta. Sentía que sus pulmones iban a estallar en mil fragmentos, haciéndose añicos, dejando una rastro de impotencia fatal.

De forma instintiva se llevó las manos al cuello, intentando librarse de esa horrible presión, de esa fuerza inexplicable que le impedía tomar aliento, de esas tenazas mensajeras de la muerte. Era más un acto reflejo propio de la supervivencia más primitiva, que un acto propiamente racional. Era imposible, no encontraba manos contra las que luchar, no había brazos a los que herir, no había nadie del que zafarse. Junto a él en su cama, sólo estaba él, y nadie más que él.

–  «Ya está, todo esto no es más que una pesadilla, es un mal sueño. Seguramente, estaré dormido boca abajo, con la almohada y las sábanas por encima, y esta sensación de asfixia es debida a ello». Fue lo que como un relámpago certero impacto contra la veleta de su raciocinio, intentando encontrar una razón para lo qué estaba ocurriendo. Él era un científico, y todo tenía una explicación racional y justificada, basándose en los criterios físicos, empíricos y demostrables. Todo se podía medir, pesar, cuantificar, y explicar. Y si por algún motivo, no era posible, era porque el hombre todavía no sabía el por qué. La religión, la magia, la parapsicología, la astrología, las medicinas alternativas, eran cuentos de viejas y moribundos para pobres espíritus, crédulos, desesperados, de nula o escasa formación académica y similares.

Pero la presión alrededor de su cuello no disminuía, todo lo contrario, aumentaba. Una boa constrictor matando a su presa. Por otro lado, si había llegado a tan elaborada conclusión, era más que improbable que todo aquello fuera una pesadilla. Al intentar respirar, comenzó a emitir unos chillidos, agudos, silbidos casi inaudibles, desesperados, que cortaban el aire. Sabía que se estaba comenzando a asfixiar. Era uno de los primeros síntomas, al intentar inhalar oxígeno.

La siguiente señal de su progresiva falta de aire, fue su piel, que poco a poco se tornaba azulada, hasta una tonalidad  morada, como recordaba de las clases de medicina forense a las que iba como colaborador, en el Departamento de Criminología. Eso fue antes de su crisis jurídica, que le impulso al estudio de las ciencias.

Podía sentir que su final estaba cerca.  No había más oxígeno en sus pulmones. Sus pies se movían compulsivamente. Un estertor generalizado le dominaba y sentía como sus ojos se  hinchaban, hasta el punto de reventar y salir de sus cuencas. La presión aumentaba. Gotas de sangre comenzaron a caer de los orificios de su nariz. Y sus vanos esfuerzos continuaban, ¿ Dónde estaban esas manos, dónde esos brazos? ¿ Qué era aquello que lo estaba matando?-

De pronto, un joyero situado en frente de su cama, en una cómoda de vieja caoba, se abrió, y una pequeña bailarina de ballet surgió de la nada y comenzó a dar un redondo perfecto . Una melodía comenzó a sonar, » Para Elisa» de Beethoven.

Sintió como la presión desapareció por completo, dejando una horripilante marca de zarpas alrededor de su cuello, y entre toses sanguinolentas e inspiraciones profundas, sintió que volvía a la vida.